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Sociedad

El síndrome de estrés post-totalitario (SEP-T)

La experiencia totalitaria es única en cada sujeto. Resolverla es también un modo muy personal de enfrentamiento.

Miami

Todo parece indicar que no solo las guerras y los momentos de gran peligro para la vida provocan alteraciones psicológicas persistentes. Como mismo los glosarios recogen el Trastorno de Estrés Postraumático para significar los efectos sobre las personas sometidas a extrema tensión, quienes han vivido en regímenes con una pérdida casi total de las libertades parecen exhibir manifestaciones singulares, dignas de mejores estudios.

Pudiéramos tomar como referencia el proceso de pérdida-aceptación descrito por la psiquiatra suiza Elisabeth Kübler-Ross para explicar, tentativamente, los cambios que suceden a quienes emigran de regímenes totalitarios. Una emigración que debe hacerse desde una situación asfixiante pues de no sentirse así —las palabras sentir/sufrir son fundamentales— no se diferenciaría de cualquier otra expatriación por causas económicas o desastres naturales.   

La experiencia totalitaria es única en cada sujeto. Cada cual la percibe de una manera distinta. Resolverla es también un modo muy personal de enfrentamiento. Debido a la verticalizacion social del totalitarismo, el cual funciona como polea de trasmisión de arriba hacia abajo sin apenas escapes horizontales, los individuos están obligados a diluirse en la "masa". Las personas llegan a aceptar como natural su desintegrada singularidad y entregan su independencia del todopoderoso Estado.

Porque en el totalitarismo todo está calculado y pensado "desde arriba", la persona pierde el sentido de ética personal y se comporta socialmente de una forma inmadura. Al escapar de semejante régimen, lo primero que debe recuperarse es esa responsable individualidad. Es la conocida metáfora del renacuajo: al pararse ya como rana al borde del estanque, delante aparece un inmenso mundo que paraliza.

Por eso la primera fase es negar que ese otro lugar exista; dentro del charco todo era más pequeño y controlable. Las ideas de que "esto no me está sucediendo a mí" y "me van a pellizcar y despertaré de un sueño" persiguen al individuo a todo sitio y a toda hora. A veces hay pesadillas, sobre todo si el escape ha sido traumático. Hay mucha incapacidad para actuar por cuenta propia. Para suplir la inseguridad, los individuos se tornan temerarios: creen que pueden hacer de todo con todos. El descubrimiento de que se es libre y no hay prohibiciones como en la sociedad de control total es como un encandilamiento; una peligrosa ceguera que debe ser misericordiosamente guiada hacia la luz verdadera.

Poco a poco se va entrando en la fase segunda en la cual la persona busca culpables y también se atribuye errores que no le corresponden. Las clásicas preguntas son: "¿por qué no me salí  de allí antes?", ¿llegué después por culpa de fulano?", o "¿y si hubiera llegado aquí cuando era joven?". La tendencia es a la ira, a desplazar la responsabilidad hacia otros, incluyendo al régimen al cual ya no se pertenece. Son ideas absurdas, pero perfectamente compatibles con la inmadurez que aún se padece: la culpa siempre en los demás. Son frecuentes las justificaciones para los fracasos en los trabajos y en las escuelas, culpando al régimen o los años "perdidos". Si esa baja autoestima mezclada con mal humor no se corrige a tiempo la persona no avanza pues nunca elabora que los tiempos y los lugares son siempre responsabilidades individuales.    

Una fase intermedia sucede cuando quien ha salido del totalitarismo entiende que ya es hora de "negociar" y aceptar las reglas del lugar que lo acoge. Pero lo entiende a nivel de las ideas. No lo incorpora a sus emociones y menos en sus conductas. Aunque la persona aparenta haber cambiado y aceptado que quien emigra de un régimen totalitario es un emigrante sin retorno, se trata solo de un pacto: Algo así como "he cumplido con quienes me trajeron aquí", y "voy a portarme bien y hacer lo que esta sociedad me manda". El individuo busca trabajo, va a la escuela y saca la licencia de conducción, pero sigue sin sentido de pertenencia. No se siente parte del sitio; sigue soñando el regreso. Negocia la perentoriedad de las cosas: todo cambia, y esta condición de emigrante, también.  

Pero el tiempo coloca al individuo en el punto de no retorno. Es la penúltima fase antes de la adaptación final. Las personas se observan tristes, poco enérgicas, pesimistas; críticas del país y de la sociedad donde se supone deben insertarse. A pesar de que tal vez empiezan a cosechar los primeros logros fuera de la vigilancia totalitaria, y a decidir por sí mismos, recuerdan los días en que eran doctores, abogados o simples ciudadanos que conversaban en un parque frente a una iglesia. Todavía puede haber pesadillas, irritabilidad y sobre todo una nostalgia agridulce que no tiene explicación casi al año de haber emigrado. La persona ya no es la misma pero no lo nota, no se ve a sí misma. Lo que tal vez tampoco sepa es que el país que dejó atrás ya no existe. Ni siquiera lo extraña. Por desgracia, a veces la única alternativa para la curación de personas estancadas en depresiones post-totalitarias es un breve viaje a la jaula dictatorial. Es un social-shock de efectos espectaculares.

El Síndrome de Estrés Post-Totalitario es una combinación de causas y efectos que casi todo el mundo debe pasar y superar. Cualquiera puede quedar varado en una de estas fases de pérdida y aceptación. La razón es simple: es un proceso de muerte-nacimiento no exento de dolores. Si las personas logran encontrar en otro sitio su referencia —el lugar dice algo— y de pertenencia —al lugar debo algo—, suelen ser exitosas. De lo contrario, los individuos quedan atrapados entre pesadillas, regaños, culpas depositadas y frustraciones personales. El síndrome ha desaparecido cuando se maneja por una carretera y se oye una melodía que recuerda los malos tiempos y a pesar de eso, se puede sonreír.

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