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Opinión

Cuba, EEUU y mi madre: un año después

'A mí se me congela la imagen. Ella no lo sabe, lo desconoce, pero sí, a los pocos segundos se me congela. Y no lo sabe porque me ha faltado valor para decírselo.'

Málaga

A mí se me congela la imagen. Ella no lo sabe, lo desconoce, pero sí, a los pocos segundos se me congela. Y no lo sabe porque me ha faltado valor para decírselo. Sería arruinarle, hacerle añicos su evento de la semana, su gran fiesta, su misa de domingo, el único momento en el que se siente V.I.P. y para el cual se prepara durante horas y horas, ¡qué digo horas!, durante días. Además, es sumamente coqueta y no soportaría la idea de saberse petrificada en una postura rara. Escucharla, la escucho, pero lo cierto es que la mayor parte de nuestra videoconferencia, yo a mí madre la veo congelada.

Mi madre vive en Cuba, en La Habana. No perteneció a familia burguesa alguna de la que heredar propiedades o al menos un apellido ilustre, ni ocupa ningún cargo en un centro importante del Estado. No trabaja para una compañía extranjera radicada en la Isla ni regenta ninguno de los negocios privados que desde que resultaron autorizados por el gobierno en 2010 han hecho emerger allí una nueva clase de ricos y medio ricos. Mi madre es, entonces, una "luchadora", una superviviente del diario, una cubana de a pie, como se dice. El gran éxito de su vida es haber dejado de comer para que yo comiese, de vestir para que yo vistiese, de ser para que yo fuese, y —haciendo sacrificios inimaginables que exclusivamente ella y yo conocemos— haberme sacado de un pueblo miserable en el oriente del país con el sueño de que me formase como periodista y emigrase luego, amén del dolor de la separación y el desarraigo.

En esta posibilidad de "vernos", de comunicarse una vez a la semana con su retoño, con su benjamín, con su niño del alma, con su "mijo", conmigo, encuentra mi madre el único cambio desde que los gobiernos de Cuba y Estados Unidos retomaran relaciones diplomáticas, hace ya un año. Y eso solo porque no se sabe congelada.

El día pactado, con los pies hinchadísimos después de haber estado 12 horas detrás del mostrador de una farmacia, se despierta a las cinco de la madrugada, se ducha, se arregla lo mejor que puede, se toma su café (si lo tiene) y sale en búsqueda y captura de una guagua o de un almendrón que por 10 pesos cubanos la dejará cerca de una de las 54 zonas WiFi que desde julio ha habilitado ETECSA, única compañía de telecomunicación en Cuba, para todo el país. Hemos elegido semejante hora porque a partir de las ocho estos parques y plazas comienzan a llenarse, a saturarse de gente, y la señal se debilita, aún más.

No ha tenido tiempo para comprar la tarjeta de conexión en una oficina comercial, así que con suspicacia cubana debe identificar y acudir a alguno de los muchos revendedores que por 1 CUC añadido se la suministrará "por la izquierda", de trapicheo, esos mismos acaparadores que atiborran las entradas de los sitios oficiales y que la obligarían a invertir casi dos horas si quisiera adquirir su tarjeta de forma legal. Temblorosa y con las manos sudadas, se conecta desde su móvil. Ya ha aprendido a hacerlo sola. Antes tenía que pagarle al tipo de la tarjeta una y otra vez por el simple procedimiento de conectarla. Para ella no existe Facebook, ni Twitter, ni Instagram, ni noticias de actualidad que buscar en Google. Para ella internet se reduce a esta aplicación milagrosa llamada IMO, una prima tercermundista de Skype, que ha proliferado en Cuba y que nos unirá durante 60 minutos, por los que ha dado 3 CUC. El sueldo de mi madre es de 15 CUC mensuales.

En ocasiones me sorprende y —sin previo aviso— a su lado aparece mi hermano, algún sobrino o primo, y en una oportunidad mi abuela de 75 años, que lloró a raudales, pero que solo consiguió articular un par de monosílabos, quizás producto de la emoción y el vértigo que le produjo la vastedad del ciberespacio, para ella incomprensible, o por la absoluta falta de privacidad. Familias enteras apiladas, apiñadas unas contra otras de pie, porque ocupar un banco o un sitio donde sentarse es cosa de héroes y magnos titanes. Todas intentando ver al ser querido y extrañado. Todas sollozando de alegría o tristeza frente a este muro de las lamentaciones virtual e improvisado.

Mi madre me pregunta si yo, que poseo 300 megas de fibra óptica y acceso a la libre información con normalidad, o sea sin dejarme el salario en ello, le tengo novedades sobre las proclamadas transformaciones que llegarían tras la regularización de los vínculos entre La Habana y Washington. Intento calmarla, consolar sus abatidos ánimos con la explicación de que al parecer los cambios están ocurriendo todavía muy arriba, en lo alto de la cúpula de poder octogenaria, a nivel institucional y ministerial, pero que pronto a ella también la alcanzarán. Mi madre no se consiente y me pregunta, incrédula: "¿Cuánto más tendremos que esperar?".

Me refiere entonces que "aparte de esto, aquí no se nota nada", que cobra lo mismo, que persiste la dualidad de monedas, que los productos escasean, que los servicios públicos continúan funcionando pésimos, que se mantiene caminando en una ciudad ruinosa y que la corrupción, el desorden y la burocracia se comen a cualquier inadvertido a dentelladas.

Ha escuchado los rumores de que La Habana está muy de moda y que en los últimos meses, arropados de gente y jolgorio, entre humo de puros Cohíba y ron Havana Club añejo, han pasado por la urbe artistas de tanto abolengo internacional como las cantantes Rihanna, Kate Perry y Paris Hilton, la modelo Naomi Campbell, el líder de los Rolling Stones, Mick Jagger, o el actor Will Smith. Incluso, el pasado septiembre pudo hacerle una foto de cerca al papa Francisco durante su paso por Cuba rumbo a Estados Unidos, que me envío luego, ¡y hasta sabe que en mayo de 2016 habrá un desfile de Chanel en algún sitio de la capital cubana!, pero recalca que eso a ella "ni le va ni le viene" y que necesita percibir las consecuencias del deshielo diplomático en su bolsillo, verlas encima de su mesa, entre el puñado de arroz y los granos de frijoles de quinta o sexta categoría que adquiere una vez al mes con su cartilla de racionamiento.

No sé si yo me le congelo a mi madre. No me he atrevido a preguntarle. Creo que no. Prefiero creer que no, que me ve en movimiento, y que de cuando en cuando puedo insuflarle un poco de esperanza mostrándole por "la ventanita" (como ella ha dado en nombrarle) retazos de un mundo otro, de una realidad distinta a la única que ha conocido en sus 53 años y que, a juzgar por el ritmo con el que avanzan los cambios en Cuba, probablemente no pueda conocer.

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