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Opinión

¿Fue buena la revolución?

Respuestas a una pregunta cada vez más actual.

La Habana

La pregunta cobra valor cada vez que un socialista (casi siempre extranjero), aporta su visión de una Cuba que ya casi nadie reconoce. Se habla de la quimera, en teoría aún realizable, de una sociedad justa. Y cuando la aplastante visión de la Cuba presente sacude a estos sujetos, todavía evocan el inicio de una revolución que por un momento iluminó al mundo y luego se perdió en algún punto del camino.

En estas ocasiones, con la mayor conciencia y desprejuicio que puedo, viajo a mi infancia, cuando la inmensa mayoría de los cubanos apostaba con toda su fe y su inocencia porque esta isla fuera ese ejemplo para el mundo, y recuerdo:

- La categorización oficial de revolucionario y contrarrevolucionario, que delimitaba no el bien y el mal, lo justo o lo injusto, sino establecía lo que admitía o no admitía el Gobierno según su particular interés.

- Cómo se nos incitaba a la delación mutua y a la competencia por el ascenso material, usando como garantía de éxito la lealtad política en lugar de la honestidad y el trabajo.

- El culto a la personalidad de Fidel Castro, de cuyo criterio derivaba prácticamente nuestra interpretación de la realidad.

- La educación gratuita basada en una historia nacional reinventada, con la consabida iconografía de héroes y mártires a quienes debíamos el milagro de una sociedad sin clases que nunca fue tal; la educación que no estimulaba a discernir sino a repetir, donde las figuras políticas venían con adjetivos convoyados e inalterables.

- Cómo nos enseñaron a odiar al país vecino que paradójicamente era el refugio de los que huían de aquí, a gritar consignas que no entendíamos, a ofender a figuras políticas cuya obra no conocíamos.

- A rechazar y repudiar (el término salió directamente de los discursos del Comandante en Jefe, junto con calificativos denigrantes), a los cubanos que tenían el valor de mostrar su desacuerdo y su disposición a emigrar, a considerarlos traidores aunque salieran de nuestra familia.

- A despreciarlos si creían en Dios, si eran homosexuales, si practicaban Yoga, si les gustaba el rock, mascar chicle, usar las hembras minifaldas o melenas los varones.

- Sabíamos el valor de la mentira como protección y salvoconducto para obtener viajes, carreras universitarias, trabajos mejor remunerados, autos, acceso a determinados círculos sociales.

- Compartíamos el miedo inconfesado a reclamar un derecho, a revelar una verdad incluso manifiesta, el miedo a analizar en público y a cuestionar.

- Sabíamos que bajo el término Estado, el Gobierno se apropió de empresas, inmuebles, monopolizó la prensa, la televisión, el cine, el arte, confinó nuestra libertad de información, de expresión, de desenvolvimiento económico, nuestro derecho a salir o entrar al país.

Todo lo anterior, sin mencionar la prometida restitución de la Constitución del 40, (de la que jamás nos hablaron en la escuela) y hasta omitiendo que el término socialismo, no estaba en las expectativas de una mayoría opuesta al gobierno de Batista.

¿En qué parte de esa revolución pujante estaban el culto a la verdad, a la dignidad humana, dónde la intención de libertad y de empoderar al ciudadano?

¿O no es eso lo que buscaban (y buscan) los que insisten en el socialismo como única posibilidad de justicia social?

¿Justicia sin democracia? ¿Democracia donde solo los socialistas (o los que fingen serlo por conveniencia) tienen voz?

Pero para simplificar, en la revolución de los humildes y para los humildes que iluminó al mundo, jamás nos dieron a leer la Declaración Universal de los Derechos Humanos, esos derechos que tienen los que defienden el socialismo desde lejos, esos derechos de los que ahora mismo seguimos careciendo.

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