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Opinión

¿Verdad que le zumba el mango?

La propaganda oficialista intenta hacer pasar por intolerante a todo el que advierta contra las trampas de la elite político-militar cubana.

Miami

Ni Paquito D'Rivera en su opinión sobre la actuación en La Habana de Pancho Céspedes, ni lo que algún otro intelectual o artista del exilio opine sobre las recientes declaraciones de Descemer Bueno, ni lo que yo piense sobre los escritores que aún creen en el castrismo, pasan de ser —en democracia— más que puntos de vista, sin consecuencias de ostracismos o cárcel, mítines de repudio o burdas descalificaciones profesionales.

Ninguna implica la más mínima incitación a la violencia o la negativa al diálogo civilizado. Ninguna se opone a transformaciones pacíficas para sacar a nuestros hermanos de la miseria moral —robar, fingir...— y económica, donde el PIB —y el poder adquisitivo para una libra de malanga— se ríe de los Lineamientos y sigue en triste caída olímpica.

Que un programa de opinión en la TV hispana de Miami ponga en aprietos a Manolín, alias el Médico de la Salsa, cuyas respuestas en la entrevista resultaron contradictorias, no le trae al músico ningún corte del estipendio mensual en CUC o ninguneo en los medios, palizas casuales en una esquina o interrupción del acceso a internet, suspensión de gira artística o insultos del vicepresidente de la UNEAC, el musicólogo Pedro de la Hoz.    

Sin embargo, la perversidad de la propaganda oficialista nos rueda la bola de intolerantes. ¡Serán tramposos! Aunque el mango es de la India y los mejores me los he comido en Tabasco: ¡le zumba el mango!, el mango cubano... O le zumba la berenjena o le zumba el merequeté.

Le ronca la malanga —ponga usted su dicharacho— que advertir contra las trampas de la elite político-militar resulte sinónimo de inflexibilidad, rigidez. Recuerda otra frase popular, que diera lugar a una comedia cinematográfica: Los pájaros tirándole a la escopeta.

¿O acaso el Instituto Cubano de Literatura y Lingüística, cumpliendo órdenes del Partido Comunista, pretende darle otro significado a "tolerancia" y su antónimo con el prefijo; como hiciera en la época de los comisarios José Antonio Portuondo y Mirta Aguirre, cuando suprimieron a exiliados y disidentes del Diccionario de la Literatura Cubana o minimizaron sus obras y revistas, con la ayuda de un grupo de empleados oprimidos?

Debe de ser —allá casi todo es "de madre", en el sentido de "el colmo"— porque la confusión parece una historia interminable, tan absurda como grotesca: resulta que los tolerantes son los Castro y su gendarmería, la Seguridad del Estado y las Brigadas de Respuesta Rápida.

Hace unas semanas critiqué el uso erróneo de "reconciliación". Argumenté en ese artículo —con prudencia y tono de preguntas— que no puede haber reconciliación sino negociaciones —toma y daca, tit for tat— con el castrismo tardío y los malabares para sobrevivir en el poder de sus hijos no putativos y putativos.

Solté la jauría. Unos cuantos tontos útiles, capitalistas inescrupulosos, buscadores de que les publiquen allá y desde luego que agentes encubiertos del aparato de inteligencia de la dictadura, me acusaron de intolerante. ¡De madre!

En 2014 —ya los furores de los primeros años de la revolución son recuerdos malogrados— la abrumadora mayoría de los cubanos practicamos entre nosotros una hermosa confraternidad, sobre todo en los momentos de fuertes urgencias o necesidades que exigen apoyo real, no eslóganes. Y no solo como relación familiar —donde se han suspendidos los sectarismos, desavenencias y hasta silencios durante décadas—, sino por el simple hecho de haber sido vecinos, trabajadores en el mismo sitio, condiscípulos... Apenas debe haber cubanos que no puedan llenar una página con ejemplos de nuestra actual confraternización; aunque haya excepciones —sobre todo entre "revolucionarios"— y desde luego, sin que sea superior a la de cualquier otro pueblo.

No tiene sentido reconciliarnos porque ahora —insisto en que corre el 2014 y no 1961— el enemigo es un sistema que ha demostrado contundentemente ser ineficaz, propiciar mediocres y zánganos, favorecer la hipocresía —oportunismos, picarescas...— y la consecuente miseria moral; instaurar las más increíbles formas de corrupción —le venden a los jubilados, por la izquierda, a 25 centavos, las bolsas de las tiendas que en los portales venden a un peso—; alentar la emigración entre los jóvenes —descapitalizan al país— como tabla de salvación.

Muy pocos cubanos se oponen a negociar. El problema que los ancianos guerrilleros desean evadir es, precisamente, la negociación. ¿Qué estarían dispuestos a abolir, modificar o instaurar? ¿O —como siempre— quieren que sea gratis, que no haya negociaciones sino sumisiones?

¿Permitirían que los emigrantes tuviéramos los mismos derechos civiles, como ocurre en México, El Salvador o Guatemala? ¿Aceptarían una nueva Constitución sin unipartidismo y controles estatales de corte leninista? Si a cambio de los tres espías están dispuestos a dar a Alan Gross, ¿qué dan por salir de los listados excluyentes en Washington y Wall Street? ¿Podría despolitizarse la enseñanza escolar y lograr así que los jóvenes se interesen por la política y no piensen obsesivamente en partir?

Eso sí se negocia, no se reconcilia. Y nadie con un mínimo de flexibilidad, sutileza previsora y deseos reales de solución pacífica, se opone a sentarse a esa mesa. Una mesa donde la dignidad del exilio y la disidencia interna no deben excluirse. Una mesa plural, sin olores rancios a castrismo, cucaracha y embargo.

¿O quiénes son los demócratas? ¿Verdad que le zumba el mango?

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