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Política

Todo por la familia

Tanto mercado como sea necesario y tanta represión como sea posible: cualquiera que sean las reformas del castrismo, su prioridad es asegurar la sucesión dinástica.

Miami

Cualquiera que sean las reformas del castrismo, su prioridad es asegurar la sucesión dinástica, por la rama raulista. Sería un grave error creer que esa racionalidad de la supervivencia implica una racionalidad democrática. Tal como estamos viendo, son mutuamente excluyentes. Tanto mercado como sea necesario y tanta represión como sea posible. En esa fórmula, la voluntad popular equivale a cero.

Poco a poco, Mariela y Alejandro Castro Espín adquieren, si no una personalidad, al menos una imagen. Todavía no hablan con autoridad, pero sí con desenfado. El capital político les viene con la hacienda. Son los Somoza del siglo XXI. Como cachorros tímidos, van marcando el terreno con una micción oblicua. Oblicuidad: un arte de Raúl Castro. Así sobrevivió a su padre y a Fidel. Así quiere hacer sobrevivir a la más rancia y destructiva dictadura de las Américas.

Además de Mariela y Alejandro, Raúl cierra su entorno con su nieto, Raúl Rodríguez Castro, cuidándole las espaldas, y el padre de este último, Luis Alberto Rodríguez López-Callejas, cuidándole el dinero. Luego, vienen los generales de confianza. Siete de ellos toman asiento entre los miembros del Buró Político del Partido, y otros (demasiados) integran los consejos de Estado y de Ministros. Para ver en esta composición del poder una apertura a la sociedad civil y una intención de pluralidad habría que abandonar las herramientas del análisis y conformarse a las de la propaganda.

La expedita exclusión de los hijos de Fidel de la escena política refuerza la tesis de la continuidad raulista. Primero se purga a los más cercanos al trono, aun cuando se les autorice a enriquecerse. Ni siquiera Fidel Castro Díaz-Balart, el más ambicioso y preparado vástago fidelista, figura en una determinante posición de gobierno. Al mismo Fidel, relegado a un folclórico perfil mediático y a los vaivenes de una deportiva decrepitud, ya no se le brindan las reverencias del hombre fuerte sino los ocasionales jolgorios de una eminente mascota familiar.

El reciente nombramiento de Miguel Díaz-Canel como segundo hombre del Gobierno, así como el de Esteban Lazo al frente de la Asamblea Nacional del Poder Popular, prueban hasta qué punto la autoridad real reside en Raúl. La imprevisibilidad de la elección da fe de su arbitrariedad. Lo que incluso en otras dictaduras obedece a un proceso orgánico, con candidaturas conjeturables y debatibles, aquí surge de la chistera del dictador en una noche de espectáculos populistas. A pesar de la empecinada lectura panglossiana de muchos cubanólogos, según la cual cada medida que toma Raúl es para mejor, a Díaz-Canel y a Lazo les toca el turno de ofrecer pasivamente, igual que sus predecesores, una coartada de institucionalidad a la voz de un inapelable amo.

En el caso de Díaz-Canel necesitaríamos caer en un trance de anticientífica suspensión de la duda para concebir que su designación obedece a una voluntad reformadora entre los cuadros del Partido y el Estado. En principio, sería menester abrazar la hipótesis de que en la Isla existen estructuras autónomas capaces de expresar su evolución al más alto nivel, sin tomar en cuenta el fuero de Raúl, como antaño el de Fidel, instrumentado en todos los estratos por el aparato policíaco. De ahí que, si la más documentada realidad indica que no podemos confiar en la autonomía de las estructuras, ¿por qué habremos de confiar en la autonomía de la elección?

Para Fidel, Raúl y la vieja guardia poner un pie fuera de Cuba significa poner el trasero en el banquillo de los tribunales. Sobre todo ahora que los preceptos de una moderna legalidad extraterritorial impiden a los dictadores y sus familiares y colaboradores disfrutar de un exilio dorado. Asimismo, no habría una coyuntura democrática en la Isla que mantuviera a raya el reclamo de justicia de cientos de miles de víctimas, sin contar una pavorosa lista de delitos contra el medio ambiente, el patrimonio nacional y el tesoro.

A efectos de la sucesión, pues, las reformas no pueden sacrificar la identidad de la dictadura, sostenida por un discurso que oscila con eficaz oportunismo entre la trampa marxista y la trampa martiana. El disfraz está concebido, precisamente, para reforzar las señas y retener el mando. Que el raulismo sea una apertura respecto al fidelismo debe verse como una variante sicológica, no política. Cuestiones de personalidad y necesidad. Nadie se disfraza de lo que no es.

Bajo esa luz, la oposición enfrentaría una peligrosa temporada. El teatro de las reformas exige presentar ante el mundo unas calles más o menos tranquilas y unas cárceles más o menos vacías. Esto le ata las manos a Raúl para lidiar con la protesta de manera correccional y pública. Un disidente en prisión es un caso internacional. Muerto (observando las adecuadas apariencias) es un caso cerrado.

Desde octubre del 2011 dos de los principales líderes opositores han muerto en circunstancias no esclarecidas. Laura Pollán y Oswaldo Payá Sardiñas encajaban mal en las nuevas circunstancias. En la calle eran un obstáculo a la nauseabunda componenda continuista que se intenta fraguar, esta vez, con la complicidad de sectores del exilio y la Iglesia Católica. En la cárcel, hubieran sido un escándalo.

Por los hijos, pensará Raúl en su torcida lógica y a esta definitiva hora, ¿quién no es capaz de matar?

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