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Represión

Rezando a Ratzinger entre las rejas de Revolución

El autor fue detenido durante la visita papal.

La Habana

Los custodios del calabozo tenían encendido un radiecito de pilas, aparato obsoleto como todos en la estación policial de Regla, al otro lado de la bahía de La Habana.

El decorado de las oficinas de interrogatorio era antediluviano, pura propaganda política al estilo soviético, con citas de Fidel Castro pegadas sobre los iconos iniciales de su Revolución: el asalto al cuartel Moncada, el desembarco del yate Granma, el brazo en cabestrillo del Ché Guevara, el sombrero alón del desaparecido Comandante Camilo.

El calabozo lucía recién remozado, con cierto look de haber sido estrenado por mí, lo que tornaba esa pulcritud en un detalle aterrador. Sentí una soledad inconsolable en aquel sótano de rejas y candados descomunales. Nunca había estado preso, no tengo antecedentes penales. De hecho, en esta ocasión fui cazado como una alimaña en plena calle. Sin cargos judiciales en mi contra. Sin identificación por parte del comando que me secuestró (nunca le avisaron a mis familiares ni amigos). Sin documentos legales para el arresto, la requisa de propiedades, y la detención durante dos días: los dos días del Papa Benedicto XVI en La Habana, en un montaje paralelo de beatitud y barbarie (Kafka 100% a ras del Mar Caribe).

En la mañana del martes 29 de marzo, en vísperas de la santa misa del Sumo Pontífice en la Plaza de la Revolución, la capital cubana despertó desquiciada por una riada de agentes con uniforme o en ropa civil. Coagularon el tráfico. Coaccionaron y capturaron a voluntad a incontables periodistas independientes, activistas de derechos humanos, opositores políticos (y también a mendigos y comerciantes sin licencia). Lo hicieron en plena cara de los corresponsales de la prensa internacional, todos concentrados en el altar de Joseph Ratzinger, o acaso en las reacciones faciales del presidente Raúl Castro ante cada sutileza de la homilía papal.

Desde días atrás, las empresas estatales de telefonía —ETECSA y CUBACEL— se hicieron cómplices de la llamada extraoficialmente operación "Voto de Silencio" y bloquearon, sin ningún motivo técnico, miles de líneas de sus usuarios, sin aviso previo ni derecho a indemnización. También fue cortado todo el limitadísimo servicio de conexión a internet, que en Cuba es privilegio de extranjeros y cierta casta de funcionarios.

Desde el inicio, dejé de comer y beber agua. Tampoco respondí demasiado las provocaciones personales con que un abogado de la Seguridad del Estado, como un personaje sacado del filme Minority Report, quería ganar tiempo hasta que el Papa despegara hacia El Vaticano, incriminándome de palabra, sin necesidad de pruebas, por "actividad subversiva" y "escándalo público" con "carácter preventivo". Al parecer, la máquina del tiempo de H. G. Wells conserva todas sus funciones intactas en el Museo de la Guerra Fría de la Contrainteligencia cubana (o tal vez debiera rebautizarse como la Contraciudadanía cubana).

Sólo aquel radiecito de pilas, aparato descontinuado de la época del socialismo cubano, me mantenía conectado con el resto del mundo más allá de nuestras catacumbas modernas (la estación policial queda frente al cementerio de Regla). Así me daba cuenta del paso de las horas (fue la madrugada más interminable del mundo). Así, ya con síntomas de debilidad muscular y carencia de glucosa en el cerebro, escuché finalmente los coros litúrgicos de la única misa secuestrada en la historia de la catolicidad.

Fue un triste teatro atestado de trabajadores ateos, sindicatos de inspiración más estalinista que marxista-leninista, sin contar el personal de seguridad disfrazados como camilleros de la Cruz Roja o quién sabe si como monaguillos. Ni siquiera las parroquias pudieron elegir libremente quién asistiría y quién no dentro de sus feligresías, pues existían "listas negras" con nombres que fueron puntualmente bajados de los ómnibus oficiales, que eran la vía de acceso a la Plaza de la Revolución: esa tribuna tantas veces trocada en tribunal, donde las masas ciegas y el Máximo Líder (excomulgado por Roma desde hace décadas) han clamado histéricamente por "Muerte para los traidores".

Cuando la misa de Su Santidad Benedicto XVI parecía que nunca iba a concluir, me arrodillé por instinto y recé en mi celda de estreno. No a Dios, sino al hombre Joseph Ratzinger en persona. Le pedí que abreviara etapas de su retórica, que se saltara las formalidades eucarísticas, que no demorase el saludo diplomático entre las jerarquías católicas y comunistas, que no correspondiera tanto al acoso de la sonrisa cardenalicia cubana, que el papamóvil partiera a tope de velocidad del mismo altar directamente hacia el aeropuerto internacional de La Habana y, de no constituir herejía, le imploré que nunca más ningún Sumo Pontífice aceptara una invitación a reprimir al pobre pueblo de este o cualquier otro país-prisión.

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